La ignorancia feliz
El arte de la ilustración de este artículo es de Patricio Connell (1).
“Él es así, no lo hace a propósito”
Esta frase, que suele repetirse en el consultorio con apariencia inocente, esconde múltiples capas de sentido. Propongo detenernos brevemente en ella.
“Él es así”: esta afirmación remite a una idea de personalidad fija, inmutable. Sin saberlo, quien la pronuncia está justificando una conducta. Se trata de una forma de negación y racionalización, mecanismos que alivian momentáneamente el malestar, pero que congelan al sujeto en una definición estanca. El ser humano, sin embargo, es un sujeto en devenir, dinámico, siempre en situación. Cuanto más rígida es una personalidad, más nos alejamos de una estructura saludable.
“No lo hace a propósito”: aquí se introduce un gesto de encubrimiento. No se trata solo de disculpar al otro, sino de no querer saber. Una defensa, quizás inconsciente, frente a una verdad que implicaría revisar el propio lugar en ese vínculo.
Saber e ignorancia
En psicoanálisis, el saber ocupa un lugar central. Lo sintetiza bien la célebre frase freudiana: “El sujeto no sabe que sabe, y en vez de recordar, repite”. En nuestra época parece haberse instalado la creencia de que “no saber” ciertas cosas puede hacernos felices. Pero el costo de lo no dicho, de lo no sabido, suele amplificarse con el tiempo. No se trata solo de un olvido voluntario: muchos recuerdos han sido desalojados de la conciencia mediante la represión, quedando como restos activos en el inconsciente.
La ignorancia, en este marco, no es solo un límite: puede ser una llave que nos abra la puerta del laberinto concéntrico de la repetición. Nombrar lo que no se sabe, tener registro de esa sombra, abre la posibilidad de aprender, escuchar al otro, cuestionar lo que creíamos inamovible. Es en ese espacio de no saber donde algo nuevo puede emerger. Porque lo que se repite no son solo hechos, sino formas de ser, creencias heredadas, patrones vinculares que configuran la subjetividad.
En los albores de la filosofía, ya se intuía esto: la ignorancia era el motor de la búsqueda. No así la retórica, que persigue el convencimiento antes que la verdad. Hoy estos términos se confunden, y la figura del aprendiz ha sido sustituida por la del opinador compulsivo. La ignorancia genuina —la que no niega, sino que impulsa a saber— se confunde con la necedad: ese saber que se niega a escuchar, a dudar, a transformarse.
Falsas esperanzas
En la era de la hiperconectividad, el sujeto ya no busca la verdad: busca confirmar sus creencias. De la torrencial lluvia de información, selecciona solo aquello que refuerza su perspectiva. Es el llamado sesgo de confirmación. Así, se construye una certeza narcisista, solitaria, que más que razón exhibe necedad. Y el mundo —en vez de confrontarla— la celebra. Un aplauso hueco, que no tiene ni el gesto espontáneo del niño que descubre algo por primera vez.
El psicoanálisis, en cambio, nos reconcilia con lo humano. No ofrece respuestas correctas, ni atajos. Acepta el límite, el tiempo, la pausa. Propone un espacio donde las preguntas puedan tolerarse. A veces, entre esos silencios, emerge un resquicio del inconsciente: un lapsus, un sueño, una frase dicha a medias, una risa inesperada. Señales de un descubrimiento que contradice las narrativas con las que tratamos de ser felices cueste lo que cueste, esas que intentan responder a los ideales de la cultura.
Es un proceso de demolición subjetiva (2): doloroso, sí, pero también liberador. Nos permite recuperar afectos genuinos, deseos olvidados, un sentido más auténtico del ser.
Porque el verdadero peligro no es no saber. El verdadero peligro es creer que se sabe. Quien se aferra a sus certezas se vuelve impermeable al aprendizaje, a lo nuevo, a la vida misma. Y aprender es parte de vivir: no tiene fin.
Incluso la palabra alumno nos recuerda esto: proviene de alere, que significa nutrir, alimentar, criar. El alumno es quien aún se deja nutrir por el conocimiento, por el encuentro, por la experiencia.
Quien así encadenare una alegría
malogrará su vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo,
vive en el alba de la eternidad.
— William Blake
Intentar retener lo que por naturaleza es fugaz —como la alegría— nos aleja de la vida. Solo quien acepta la transitoriedad puede habitar el instante y tocar, aunque sea por un momento, con liviandad, la eternidad.
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(1). Patricio Connell - Pueden encontrar mas de su arte siguiendo este enlace.
(2). Gilles Deleuze y Felix Guattari - Mil Mesetas