Habitar el tiempo II
Nota: El siguiente texto es la continuación de Habitar el tiempo I , una charla dentro de un marco universitario para alumnos de segundo y tercer año de arquitectura.
2. Escena
Un cineasta llamado Tarkovsky decía que el cine es una forma de esculpir el tiempo. A su vez, un filósofo, Schopenhauer, mucho antes, decía que la arquitectura es una suerte de música congelada. De ambas definiciones me quedo con la primera, porque nos habla de algo que está continuamente en proceso.
Desde el momento mismo en que nos llega un pedido —sea del orden que sea, desde una mínima refacción hasta una casa— dentro de nosotros comienza a generarse un espacio proyectivo donde, como en un juego de espejos, se conjugan tanto la demanda como nuestra subjetividad.
Conviene siempre, y es signo de salud, ser flexibles: las posturas rígidas nos llevan a dogmas, y los dogmas nos hacen sentir seguros, pero también nos aíslan, nos enceguecen.
Creo que la humildad es, ante todo, una oportunidad de aprendizaje, de creatividad y de espontaneidad. No somos más que hojas de hierba movidas por el viento. Y a veces salir del dogma —es decir, de los libros o revistas, de los modelos preconcebidos, de mirar y hacer— implica un cierto vértigo. En palabras de Kierkegaard, el vértigo de la libertad.
Pero al hacerlo, nos exponemos: salimos de ese lugar supuesto de saber para construir, en conjunto, el proceso mismo del habitar humano como una experiencia durable.
De cierta manera, la arquitectura es también un símbolo (la representación de algo que puede ser otra cosa), y creo que también representa el tiempo. De ahí que considero acertada la afirmación de Tarkovsky: la arquitectura es como decir “aquí algo duró”, “aquí hubo tiempo”.
Tiene otra característica esencial: el escultor trabaja por vía del levare, es decir, no agrega al lienzo un material inexistente, sino que trabaja con lo que ya está, puliéndolo poco a poco hasta adquirir una forma que se asemeje a un ideal co-construido.
Podrán alegar que uso palabras complejas, y estarán en lo cierto, es la forma en que los psicólogos hacemos como que sabemos, sin admitir que en realidad no sabemos. De hecho, saber que no sabemos puede ser nuestra principal sabiduría, y muchas veces lo que desconcierta al paciente, al ingresar en un territorio donde no hay guiones ni frases preconcebidas.
El silencio incomoda. Hay una frase de Pascal que lo gráfica muy bien: “Me estremece el silencio eterno de esos espacios infinitos.”
Quizás construir también sea un intento de modelar el tiempo, de habitarlo.
3. El encuentro
Por lo general, el arquitecto responde a una demanda. Corríjanme si me equivoco, pero creo que aquí hay mucha similitud entre la arquitectura y la psicología: la correcta lectura de la demanda puede ser el éxito de nuestro proyecto.
La arquitectura tiene una potencia enorme en la imagen. Quedamos cautivos ante las revistas, los grandes pabellones, los grandes arquitectos y autores. La casa del Arroyo, la casa Curutchet… ¿qué son? ¿Obras de arte? ¿Casas? No lo sabemos, pero tienen una gran potencia para fascinarnos. Y creo que ahí reside un peligro de la arquitectura: quedarnos en el registro de lo imaginario, capturados por la imagen.
La importancia de la imagen en psicología la aportó Lacan, aunque ya estaba insinuada en algunos autores de la Gestalt. Pero Lacan fue mucho más allá con el ejemplo del estadio del espejo: ¿soy yo o es otro? ¿Quién es ese otro? Una imagen puede hacer que una cría de patos siga a su manada o que se pierda para siempre; necesita esa imagen para constituir su psiquismo.
Ahí entra en juego el diálogo interno, con las imágenes, y el hermoso momento creativo del boceto.
Quizás algunos aún vivan en su casa de la infancia, otros no. Pero esa casa ya no es la misma, porque pasó el tiempo, y la arquitectura también es tiempo, memoria y forma.
Es una ilusión verla como fija, porque el espacio es habitado: se vive, se ama, se llora. Las paredes se manchan, la luz cambia, aparece una marca extraña o un reflejo del sol una tarde de otoño. Eso también es la casa que llevamos con nosotros.
Por eso hay que tener cuidado con imponer nuestras ideas preconcebidas. La obra se construye desde el diálogo con el pedido, que debemos descifrar: no solo en su contenido manifiesto, sino también en su sentido latente.
¿Esa casa necesita un altillo? —diría Bachelard— ¿o más bien un sótano?
¿Debe sentirse como un laberinto que refleja la vida o como una casa de patios y espacios amplios?
¿Debería la vereda ser parte de la casa? ¿Deberíamos sentir los aromas de los árboles cuando la pensamos?
Podrá sonar poético, pero en un mundo consumista y mecanicista, recuperar lo humano, el tiempo y la poesía es casi una obligación.
Hay un juego entre el aquí y el ahora y la cueva primitiva. También decía Bachelard que siempre que bajamos a un sótano nuestro inconsciente enciende una vela, aunque haya luz eléctrica: nos advierte del misterio del habitar, de las huellas que deja el tiempo, de los ecos que quedan en la cocina, las ventanas, el barrio, los primeros amores que aún están con nosotros.